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José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, un día como hoy de 1780, en la ciudad de Tinta (Cusco), encabezó la rebelión más sonada del virreinato contra los abusos del corregidor Antonio de Arriaga. No existe ningún registro histórico que haya sido superior en su huella para protestar por la dignidad del indígena, despreciada desde los tiempos de Ginés de Sepúlveda que decía que no tenía alma en oposición a su defensa por Bartolomé de las Casas, llamado el “Apóstol de los Indígenas”. El cacique de Tungasuca, Surimana y Pampamarca, y también llamado inca –era nieto de Túpac Amaru I, el último inca de Vilcabamba–, no era un antisistema, tampoco un revoltoso ni un anarquista por lo que ponerlo de ejemplo es un grave error de conceptualización histórica. Nació y creció en medio de la comodidad de una vida esencialmente sincrética, es decir, tan criolla apreciando la importante cultura española, como exponiendo sus innegables entrañas precolombinas.

No fue un mestizo indiferente con el dolor de los aborígenes, que fueron sometidos a la mita, y por eso decidió ajusticiar a Arriaga. Al final, el poder español se impuso siendo derrotado y apresado junto con su esposa, Micaela Bastidas, los hijos de ambos, y sus lugartenientes. Todos fueron ejecutados (1781) y el cuerpo de Condorcanqui –despedazado como el de William Wallace en Escocia (1305)–, fue llevado a los confines del Cusco para advertir sobre nuevas rebeliones. Su legado estaba inscrito y por eso hubo más reacciones. Las circunstancias en Europa –la Ilustración y la Revolución Francesa (1789),  primero, y la invasión napoleónica de España (1808), poco tiempo después–, allanaron en América el proceso de la emancipación, apareciendo en las periferias del Virreinato del Perú, las denominadas Juntas de Gobierno que a la postre serían la base del poder político de las futuras repúblicas con que el continente se mostró al mundo al comienzo del siglo XIX. En el Perú no las hubo porque aquí yacía concentrado mayoritariamente el poder español en América que solo pudo ser vencido definitivamente, el 9 de diciembre de 1824, en que fue suscrita la histórica Capitulación de Ayacucho.